PARECE que de entre los homínidos -hombres, orangutanes, gorilas y chimpancés- los únicos que rompimos a hablar, hace unos 50.000 años, fuimos los hombres. Y desde entonces vivimos fascinados por el fulgor de las palabras. En el principio fue el Verbo. Y durante la productiva época de la oralidad, sin escritura, nos dedicamos a ponerle nombre a las cosas. No todas fueron nombradas. Muchas están aún ocultas, esperando a que alguien las saque del silente rincón de lo no dicho. Desde luego, el Verbo no era Dios. Con la palabra creamos a Dios para suplantarlo, le robamos su silencio y comenzamos a hablar en su nombre. Fue el comienzo de la gran impostura, y el Verbo terminó en manos de los ventrílocuos de Dios. Las palabras, como sucede en leyendas remotísimas, también sirvieron para parar la furia de la espada y el cuchillo. Sherezade, en Las Mil y Una Noches, consiguió mantener la cimitarra del verdugo lejos de su cuello, gracias a las palabras que salían de su garganta. Con la escritura (hacia el 3.000 a. C.), nacieron las palabras de pago, y como Dios acostumbra a escribir derecho con renglones torcidos, hizo falta quien enderezara los renglones torcidos de Dios: sacerdotes, escritores, maestros, blogueros, rabinos, interpretes de las suras y aleyas del Corán, todos vivimos, o nutrimos nuestros egos, de las ofrendas que los fieles ofrecen en el altar de las palabras cifradas. Uncidos a nuestras retahílas, los mediadores, como el pollino circular que mueve la noria, sacamos siempre agua del mismo pozo y cegamos otras fuentes, dejando a las palabras impotentes para rotular lo no expresado todavía.
La poesía, que no renuncia a expresar lo inaudito, heredó de las Escrituras el carisma y su tensión evangelizadora. Con la palabra, los poetas buscan el secreto de la vida para ofrecérnoslo como prenda de salvación. Y, como los sacerdotes, exigen su parte del cordero sacrificial y el reconocimiento a su alta misión, cuasi religiosa. Algunos recitales de poesía se asemejan a las celebraciones eucarísticas. Los devotos asistentes, tras la lectura de cada poema, componen los gestos imposibles del que está deglutiendo un arcano. La decepción de oyente al que no conmueve la lectura de un poema, aunque finja que si lo hace, se asemeja a la de los comulgantes que se alejan del altar, incapaces de generar en su interior la experiencia de Dios, pese a habérselo comido. Los hay que, cuando comulgan u oyen un poema, esperan un big-bang. Pero sólo perciben algo parecido al fulgor mortecino de los fuegos artificiales cuando caen tras el estallido.
La poesía, que no renuncia a expresar lo inaudito, heredó de las Escrituras el carisma y su tensión evangelizadora. Con la palabra, los poetas buscan el secreto de la vida para ofrecérnoslo como prenda de salvación. Y, como los sacerdotes, exigen su parte del cordero sacrificial y el reconocimiento a su alta misión, cuasi religiosa. Algunos recitales de poesía se asemejan a las celebraciones eucarísticas. Los devotos asistentes, tras la lectura de cada poema, componen los gestos imposibles del que está deglutiendo un arcano. La decepción de oyente al que no conmueve la lectura de un poema, aunque finja que si lo hace, se asemeja a la de los comulgantes que se alejan del altar, incapaces de generar en su interior la experiencia de Dios, pese a habérselo comido. Los hay que, cuando comulgan u oyen un poema, esperan un big-bang. Pero sólo perciben algo parecido al fulgor mortecino de los fuegos artificiales cuando caen tras el estallido.
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