jueves, 3 de noviembre de 2011

Amor gratis


Simone de Beauvoir dedica su obra El segundo Sexo “A Jacque Bost”, su amante de 21 años, que fue al que se le ocurrió el título del libro. Cuando conoció a Jacques, Simone vivía desde hacía 8 años con Sartre, bajo un pacto de transparencia que permitía a la pareja mantener otras relaciones, siempre que se lo contaran. Amor libre, no amor gratis. Sartre, al menos, pagó con creces tanto ensayo. En La ceremonia del adiós,  Simone le ajustó las cuentas y contó hasta el último detalle de la degradación física y mental de su compañero. La cosa funcionaba así: Simone le contaba a Sartre sus encuentros con Bost, y le pasaba copia de la carta al chico, 8 años menor que ella.  Las cartas de amor, por muy rompedoras que sean, tienen que someterse a la retórica del género. Y en algún momento hay que prometer amor eterno o algo parecido. Así, Simone le puede contar al filósofo: “me acosté hace tres días con Jacques”, e incluso: “Estamos pasando unos días idílicos y unas noches apasionadas. Me parece una cosa preciosa e intensa”, porque inmediatamente le asegura que la relación con el muchacho es pasajera y que volverá pronto con él: “Hasta la vista querido pequeño ser (Sartre medía 1,55 y Simone, 1,60 cms.); el sábado estaré en el andén… Tengo ganas de pasar unas interminables semanas a solas contigo. Te beso tiernamente, tu Castor (así la llamaba Sartre)". Las tres palabras de la dedicatoria, “A Jaque Bost”, no muestran ni culpa ni alarde. Cosa rara, a los escritores les resulta más fácil describir la culpa que el placer.  Tolstoi sustituye  los sabrosos detalles de la entrega amorosa de Ana Karenina y Wronski por unos puntos suspensivos, pero se demora en la descripción del sentimiento de culpa que embarga a los amantes tras el adulterio. Se trata, en ambos casos, del lenguaje intentando explicar el deseo y sus laberintos. Como la religión, la literatura pretende apropiarse y administrar, con palabras o ritos, la única fuerza imparable que nos habita, que no reside en palabra alguna: la fuerza universal que  juega permanentemente a conservar la vida. Ni una epístola de San Pablo ni una carta de Beauvoir podrán desviar la fuerza que nos conduce a la muerte, después de haber hecho todo lo posible por propagar la vida. Para eso amamos, para eso nos nutrimos, para eso exigimos territorio y nos matamos por cada uno de sus centímetros. Con un éxito inquietante: la tierra tiene ya siete mil millones de habitantes. Ni la moral ni la literatura ni la higiene  ni la píldora de los polvos del día de antes han encontrado todavía la forma de controlar la explosión.

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