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jueves, 15 de julio de 2010

El fundamento teológico del placer sexual

Estoy un poco preocupado por Pánfilo, nuestro jubilado disruptivo. Desde que Pánfila,  con la que tuvo un enredo en Facebook, no le dedica tiempo anda un poco desorientado.  Para mí que se ha vuelto daltónico para el color rojo. En los días pasados, no ha mostrado la menor sensibilidad ante el triunfo de los 23 hombres corrientes  de la Roja. No ha participado en ninguna celebración multitudinaria y le ha dado por leer libros de teología escritos por mujeres. Creo que echa de menos los comentarios de Pánfila y que la quiere recuperar. El día del triunfo de España, en lugar de colocar en su muro como todo el mundo una bandera , copió  estas palabras de María C. Jacobelli: “Concluyo con un deseo: en el Cristo prôtos y ésckatos, Verbo encarnado “por quien todas las cosas fueron hechas” (Jn 1, 3), que todas las relaciones sexuales cumplidas en el gozo del amor puedan hacer al hombre –creado macho y hembra- cada vez más profundamente a imagen de Dios. In nomine Domine”.  Lo que el pobre no sabía es que a Pánfila,  “Risus paschallis”, el libro de la teóloga italiana  citada anteriormente, le importaba un bledo,  enfrascada como estaba en la lectura “El Dios de las mujeres” de Luisa Mauro. Dos días después, Pánfilo elevó el tono de su amorosa llamada y le mandó a Pánfila, para impresionarla, el texto erótico que trascribo a continuación: “Pánfila,  sin recurrir al Kamasutra, sin necesidad de ver  una redundante película porno bajada de Internet, sin apuntarse a las modestas estrategias de las revistas eróticas, a cualquier habitante de la primera década del siglo XXI se le pueden ocurrir decenas de posibilidades de comunicarse con los otros y de hacerlos felices y, obtener placer de ellos,  si previamente ha renunciado a pasar todo el día afluido a una multitud  para celebrar los triunfos deportivos. Porque está la lengua para la oreja, que acosa y lame sin dolor alguno, y deja, en los que tienen la suerte de haber sido tratados por una experta, la sensación de estar invadidos por una legión de ángeles de luz, que hubieran elegido una vía insólita, pero cierta, para rendir —i tantos!— laberinto tan angosto.
¿Y las manos? Capaces de multiplicar las caricias en un cuerpo abandonado y de abrir varios frentes de ataque. Venciendo suavemente una línea de defensa con el dedo corazón; apoyando, sin hollarla, en otra, el anular; confirmando, y halagando rítmicamente con algún dedo desocupado, la epifanía del cuerpecillo carnoso eréctil. Desenredando, con el meñique, otros caminos poco frecuentados. Hasta que el dulce enemigo, acosado por todos los flancos y desconcertado, sin saber a cuál de ellos acudir para recoger los frutos del ataque que se le hace, dé en un estado tan profundo de advertencia y conocimiento de su propio cuerpo que no haya órgano ni miembro que se sienta desasistido o ausente del homenaje.
¿Y los pies? Tan sueltos y olvidados en algunas lides, andan libres para encontrar acomodo y ocupación en caricias exteriores, asombrando a labios, y contentando a promontorios, milagrosamente enaltecidos por las caricias.
¿Y la conversación? Puede el amante situar el cabeza entre las piernas de la amiga y desde allí, animado por el recuerdo agradecido de tantas visitas y de acogidas tan gloriosas y por la cercanía, entonar los más conmovidos cantos al sexo próximo. Al que verá como diseño perfecto, altísima rosa de simetría o torre de marfil. Rozándolo tan sólo con el aire del habla, mirándolo con el respeto y la melancolía que merecen los portentos que han de perderse inexorablemente. Confesando —y en ese momento será verdad— no haber conocido otro tan nemoroso, tan humedecido, tan pulcro, tan acogedor, tan cómplice. Estos momentos, Pánfila mía, difícilmente se obtienen  en los desplazamientos tumultuosos.  Que amar es un andar solitario entre la gente. Si  se tiene la suerte de ser atravesado por alguno de ellos te estará permitido gritar: «Yo soy Lucifer, el príncipe de las tinieblas y de la luz y de la vida y del placer y de la paz y de la guerra santa del amor».  Pánfila que llevaba varios días sin comunicarse con él, le respondió inmediatamente: “Pánfilo, eso mismo, pero con velas y yacuzzi,  lo he leído ya en alguna de las edades de Lulú o en El corazón helado".