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domingo, 13 de octubre de 2013

Una profesora amable

Artículo de José Javier León publicado en GRANADA HOY. 13.10.2013

TENÍAMOS alrededor de 16 años y estudiábamos en un instituto público masculino de Granada, el Instituto por excelencia, y no era demasiado agradable. La ebullición de hormonas característica de aquellas edades conducía a algunos de nosotros a desahogos tan nobles como abrirle la cabeza a un compañero por un simpático descuido al mantearlo, lanzar desde la última fila lindezas a una profesora hasta hacerla llorar o perseguir por los pasillos, para acorralarlo y pegarle, si era preciso, al más débil, al menos gallo o, sencillamente, al distinto. La vieja guardia docente tampoco ayudaba: un día podían llamarte, mediante bedel, al despacho del director, para recriminarte que hubieras escrito un pequeño artículo en la revista del centro reclamando que se hiciera mixto. 

No es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor. Ese es solo nuestro parecer, tantas veces arbitrario. Fue por entonces que conocimos a María Victoria Prieto, en una clase de literatura que no se parecía a otras. Allí se podía saltar, con gozo y excitación, de la pastora Marcela a Tristan Tzara y de Ramón Sijé al otoño de la Edad Media, se hablaba y se escribía con libertad y se leían cosas del todo atípicas, como un artículo que aún conservo y que cuestionaba los roles sexuales y analizaba el homoerotismo larvado de tantas amistades masculinas… en un aula con treinta o cuarenta machitos sulfurosos. A algunos tal vez les resbalara. A otros no, una minoría, seguramente: la suficiente, la que justifica a cualquier profesor que desee sacudir conciencias, aguijonear, deshacer rutinas, fomentar el espíritu crítico, afectar. 

El día 24 de febrero de 1981 teníamos clase con la profesora Prieto a primera hora. Hay un lugar común que predica que después de acontecimientos históricos de calado, como el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de aquel año o el más reciente ataque a las Torres Gemelas de 2001, solemos rememorar con detalle dónde y con quién estábamos, la hora exacta en que sucedieron los hechos, lo que hacíamos, lo que pasó por nuestras mentes, la ropa que llevábamos entonces. En las primeras páginas de Anatomía de un instante, Javier Cercas se encarga de desmontar este tópico con pericia y datos, razonando que nuestros recuerdos -el "asidero de nuestra identidad"- contienen una buena parte de invención. Yo no me acuerdo con exactitud de los pormenores de aquel momento grave de mis dieciséis años, y cada vez que lo intento son varias las zonas de sombra que se superponen, sin permitirme seguir escarbando. Sin embargo tengo bien presente la clase de literatura del día después, con nuestros parlamentarios aún secuestrados y el país en vilo, lo que pasó y lo que pensé entre aquellas cuatro paredes. 

Entramos nerviosos y esperamos la llegada de la profesora. Yo me preguntaba si vendría y, en tal caso, cómo estaría. No era ningún secreto que Marivi era miembro del Partido Comunista, que había trabajado mucho en el tardofranquismo y la Transición por forjar la joven democracia que disfrutábamos y que, de haber triunfado la intentona golpista, tanto ella como otros colegas suyos hubiesen corrido una suerte bien amarga. En aquella mañana gris de mi recuerdo, en aquella aula gélida del Instituto Padre Suárez -por estar ubicada en un sótano, por su espantosa luz fluorescente, por su alicatado de baldosas blancas hasta el techo- había entrado ya un compañero que nunca disimuló su afecto franquista. Creo que podemos llamarlo el facha de la clase, así nos referíamos a veces a quien, por otra parte, ni siquiera parecía molestarse por el no tan cariñoso apelativo. Si entorno un poco los ojos vuelvo a ver su semblante satisfecho de aquel día y hasta su postura física: todo el cuerpo retrepado a excepción de la cabeza, como quien se fuma con regodeo un puro sentado en un sillón, y vuelvo a oír sus puyas, sus comentarios desahogados y provocadores articulados a media voz, para que toda la clase lo sintiera, para intentar encender alguna chispa en un día que no podía dejar de saborear. De repente, me parecía mayor que nosotros, los acongojados. Era obvio que ante mis ojos adolescentes su voluntad de resultarnos peligroso había prosperado. 

María Victoria apareció por la puerta, se subió a la tarima, tomó asiento y desplegó sus avíos sobre la mesa sin dar la sensación de estar demasiado nerviosa o preocupada, aunque de seguro lo estaba. Pronunció unas breves palabras. Daríamos clase, nuestra respuesta a la hora dramática que vivía España iba a ser el trabajo: la lectura y el comentario de unos textos de ficción. 

Protestamos. Queríamos oír la radio. Había un aparato en el aula tal vez traído por algún compañero. Negociamos unos instantes y finalmente decidimos que interrumpiríamos la lección cada 15 minutos para atender a las noticias en la Cadena Ser. El desenlace es conocido por todos, y es feliz. Fue justo por aquella época que el Suárez empezó a cambiar de color para mí y otros alumnos como yo, y eso ocurrió gracias a la luz que portaba un grupo pequeño de profesores de varias disciplinas entre los cuales María Victoria se significaba. Ellos sonaban otra música: traían modernidad, vientos de libertad, juventud, alegría de vivir. Fui su amigo, y cambié con ellos y gracias a ellos. María Victoria Prieto murió el martes. El antiguo alumno que ahora escribe podría haber elegido otras anécdotas para recordarla y todas darían idea de su amabilidad y su afecto enormes: la experiencia teatral que tanto disfrutamos, los proyectos, las comidas que se prolongaban en tardes de conversación y risa con toda la familia, Pablo, Irene, Pablito. 

Si ha escogido la que acaba de compartir en este diario es porque siente que en ella se hallan presentes dos grandes ejes de su vida: el ejemplo ético y la pasión por su trabajo y por la literatura, un proceder y una labor que, de seguro, nos influyeron más, mucho más de lo que habíamos sospechado. Pero además porque nos trae a la memoria, necesariamente, que no podemos abdicar de la buena herencia recibida, que tenemos una obligación moral y es defender con coraje nuestra enseñanza pública y regenerar esta imperfecta democracia que nadie nos regaló, que fue posible, no se nos olvide, merced al tesón y el valor de gente tan noble como María Victoria Prieto Grandal. Adiós, mi querida amiga. Muchas gracias por tu presencia en mi vida.