Placer controlado
Mi abuela nos filtraba las llamadas telefónicas de las niñas que querían que les contásemos los argumentos de los libros que leíamos; desde la terraza dirigía nuestra vida sentimental vigilando con quién se paseaban sus nietos por la carretera, al atardecer, o a quién embarcaban en el tranvía de la Sierra camino de la felicidad prohibida que suministraba el anonimato de la capital.Y, para que no nos manipularan el cuerpo mientras leíamos seres, u objetos, ajenos al hecho lector, distrayéndonos, se apostaba a nuestras espaldas. Así leímos a Shakespeare, para luego recitarlo -irreverentes-por las barranqueras de los cerros de enfrente, en cenero: "Cer o no cer, ece éh el poblema, ¿que éh máh bonito para el ehpíritu: zoportáaaaa loh duroh golpeh de la fortuna o deharce lleváaaaaaa por el ado?". En este punto, mi hermano chico hacía un chiste: "el hado mantecado", que todos celebrábamos mucho, porque era el tiempo de construir y no de destruir la familia. Esto lo supe más tarde por el Eclesiatés.Nota: por la transcripción, un filólogo de tercera.
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