Si el ser humano viniese de fábrica con caja negra, como la de los aviones, no harían falta ni confesionarios ni comisiones de investigación ni secretos de confesión ni sesiones a puerta cerrada ni comparecencias tediosas ante el juez de los imputados ni explicaciones del presidente del Gobierno en sede parlamentaria. Bastaría una conexión USB y algún periférico que permitiera ver o imprimir la información de la caja negra. No creo que, al menos en los próximos años, podamos obtener un gadget electrónico de tanta utilidad, acabo de oír que si el CSIC no recibe dinero pronto, tendrá que cerrar numerosos centros, suspendiendo muchos proyectos de investigación. Seguro que con los recortes descartan crear una caja negra genética. Hasta ahora hemos ido tirando con la confesión y con el facebook . El internauta común, el vulgo-internauta, vierte todos los contenidos de su interior y de su entorno en su muro, en su biografía, sin pudor ni recato y sin más penitencia que algún comentario desabrido o sarcástico. Es el caso de una mujer bellísima, a la que sólo conozco platónicamente por los reflejos que proyecta en la caverna de las redes sociales, donde cuelga fotos en las que muestra unos ojos sublimes y una sonrisa excesiva en sus labios perfectos. Detrás: un puesto de fruta, para que sepamos que no pretende ser divina sin interrupción y que también gusta de los tomates, las flores y anacardos de las calles. No necesitamos vaciar su caja negra: es transparente; siempre que se asoma a la nube nos habla de su necesidad casi enfermiza de reconocimiento y aceptación de una belleza obvia que ya declina. Yo, que también busco reconocimiento para lo único que me queda intacto: la posibilidad de jugar con las palabras, le abro mi caja negra con mi comentario en el que se transparenta una benevolente envidia y un reproche suave por su presunción. Le hablo de la cara tan original que tiene y de cómo a mí, de cara mucho más vulgar, me confunden con un ginecólogo que va en moto y tiene barba como yo. Cuando le explico que quizá se deba la confusión a que las mujeres, avergonzadas por los lugares en los que tiene que fijar su mirada profesional, sin deseo, el ginecólogo, no se atreven a mirarlo a la cara y no retienen sus facciones; ella, fingiendo no haber entendido nada, me abre del todo su caja negra y me dice: “Ahora vengo de la consulta de mi ginecólogo, amigo Pablo”. Y yo, a mi aire, le contesto: “estoy harto de que me paren mujeres por la Gran Vía, convencidas de que soy su médico, para informarme de que no les baja la regla”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario