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Pareja de tórtolas distanciadas |
El padre de la niña llega a media mañana, desactivando la ferocidad con que ha mirado al guardia de seguridad, para humillarse ante su hija herida, que no quiere saber nada de él. Lo echa de la habitación con palabras soeces que desmienten la primera impresión que te había producido a ti, una paya de 50 años, que sigue sintiéndose superior y que mira a la familia gitana desde la atalaya de una sólida formación universitaria.
Algo muy grave debe de haber hecho el hombre para aguantar resignado los insultos de las dos mujeres. Están separados. Las infidelidades han sido mutuas. El hombre se queda con la niña mientras que la madre sale a los recados. A media tarde vuelve la mujer y acepta las caricias del que fue su hombre. La niña se enfada. Cuando la pareja decide darse una segunda oportunidad, los gritos que les dedica la hija te hacen echar de menos una habitación individual. Ahora la madre se ducha estruendosamente como si quisiera anunciar a la planta que se avecina un huracán y el padre sale a darse una vuelta. Al amanecer te despiertas, desorientada, oyes jadeos que proceden del baño. Los quejidos en un hospital suelen ser de dolor. Pero nadie pide un analgésico desde el campo de la batalla. Cuando, tú, mujer ordenada, que jamás harías eso en la ducha de un hospital rodeada de cuñas, comprendes lo que está pasando, desapruebas la espontaneidad de ciertas razas. Pero tras dos horas de juego, sin tregua, tu arrogancia se desvanece y aceptas que los jóvenes gitanos, en los ingresos hospitalarios, aprovechan todos los servicios que les brindan estados de bienestar y estás tentada de pedirle a tu médico que te los recete.
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