A los ilustrados del Siglo XVIII, les gustaba pensar que la humanidad progresaba, que el ser humano cada vez sería mejor, guiado por el conocimiento que le ayudaría a alejarse de los mitos y regirse por la razón. Pero hay ciertos síntomas de que todavía estamos en una etapa de transición entre el mito y la razón. Por ejemplo: pese a que Obama, un negro, sea presidente de los EEUU, todavía hay gente que se refugia en el genoma para obtener beneficios en la vida sin hacer nada. Y se empeñan en que los blancos somos superiores y que tenemos derecho a disfrutar, desde que nacemos, de ciertos bienes que se les niegan a los negros. Pese a que hoy sabemos que los blancos no somos nada más que negros africanos a los que se nos ha aclarado la piel después de vivir miles de años refugiados en Europa. Cuando el sociólogo alemán Weber se paseó a principios del siglo XX por el Sur de los EEUU, tuvo la impresión -y así consta en la biografía de Weber escrita por su esposa, Marianne- de que los negros que trabajaban en las plantaciones eran "medio simios" (sic) incapaces de aprovechar los beneficios de la instrucción. Obama -y un rumbero negro que pasa ahora mismo delante de mi casa tocando tres tambores que lleva colgados del cuello dentro de la procesión cívica de las fiestas del pueblo- son la prueba de lo desacertado de las reflexiones de Weber. Si naces catalán, se te amontonan las virtudes y los dones en la cuna (en el pensamiento de nacionalistas como Junqueras), como les sucedía a las princesitas de los cuentos de hadas, favorecidas por sus madrina. El debate identitario tan de moda entre los teólogos de la emancipación -y sus oponentes- me resulta menos interesante, para abonar la idea de que aún navegamos entre el mito y la razón, que una fineza que le oí el otro día a una señora en una tienda de ultramarinos de la Plaza de la Pescadería de Granada, que resiste, con sus enormes latas de atún en aceite de 3 kilos, como sacos terreros del pequeño comercio ante el embate arrollador de las grandes superficies. La señora justificaba el que no hubiera guardado las horas de ayuno previas a la extracción de sangre para una analítica, argumentando que a ella, desde chica, la acostumbraron a ayunar unas horas antes de comulgar para que el plato de patatas en bicicleta, engullido en la cena, no se mezclara con el Cuerpo de Cristo que había de recibir en la misa de por la mañana; pero que, ya de mayor, la Iglesia había suprimido esta tregua gastronómica. "Si ya se puede comulgar sin ayunar", me decía la mujer, "¿por qué no se va a poder acudir a la extracción de sangre hartica de magdalenas?". Esta mujer se encuentra a caballo entre los mitos antropofágicos cristianos y las ordenadas colas de la sala de extracciones de los ambulatorios. Es natural que esté confundida. ¡Los cambios se han producido de una forma tan rápida! El que Junqueras, buscando argumentos para la secesión, afirme que el genoma de los catalanes es más parecido al de los franceses que al de los españoles, no se debe a ninguna confusión milenaria, se trata simplemente de una estupidez interesada.
ALGUIEN, el azar o la necesidad, apretó el botón rojo del Big Bang y se desplegó el Universo en el mapa del tiempo y del espacio: el origen del mundo, de los mundos. Delante del cuadro El origen del mundo de Courbet, en el museo de Orsay de Paris, un chico de 11 años, al que han llevado sus abuelos a visitar la exposición, se queda paralizado ante el pobladísimo pubis de la chica del cuadro. Mira para atrás para ver donde se encuentran sus abuelos, se tapa los ojos con las manos, para de inmediato ir apartando un dedo, luego dos, por fin toda la mano; en un momento, de la mano del arte, ha aprendido de la anatomía femenina más que en todas las pelis porno o eróticas que de soslayo ha entrevisto, aprovechando que sus padres, fuera del horario infantil, avivaban el rescoldo de la pasión mustia con uno de esos films. Por fin la abuela llega a la altura del nieto paralizado y le pregunta qué le causa tanto asombro, el chico sólo musita: "Abuela, ¡cuánto pelo!". Más adelante, descubrirá, si es cuidadoso y ha tenido buenos mentores, adentrándose en el bosque, el botón eréctil que desencadena, cuando es pulsado con oficio y mimo, el big bang del gozo en muchas mujeres. Quizá los botones que pulse, ya casado -y este fin de semana he visto algunos casos en IKEA-, serán los botones de su móvil o de su tableta, mientras descuidadamente tira del carrito del bebé y hace como que atiende a su mujer. Es posible que los botones de sus gadgets electrónicos lo estén poniendo en comunicación con botones lejanos, los de sus amantes a los que está mandando mensajes encendidos, mientras que su mujer, mide una mesita de noche que vale solo 4.50 euros para ver si le cabe entre la cama y la librería del despacho, donde a veces suele dormir este hombre que ahora la traiciona, cuando a ella le duele la cabeza o cuando el hastío empaña los fulgores del deseo. Botón, botones. Delibes en La hoja roja, narra cómo Eloy, el anciano protagonista, le propone a Desi, la joven pueblerina que le ayuda en las tareas domésticas, que se case con él. Un matrimonio de conveniencia. El jubilado le dice a Desi: "Tendrás estorbo por poco tiempo, hija. A mí me ha salido ya la hoja roja en el librillo de papel de fumar". Como no fumo, no sé si los librillos de fumar siguen trayendo esa última hoja roja de papel de aviso. Ahora -cambia la tecnología pero no la condición humana- uno recibe, con la tarjeta 'Sesentaicinco' de la Junta de Andalucía, la invitación a hacerse con un botón rojo para llamar a los servicios sociales, si te caes por las escaleras. La hoja roja, el botón rojo... Advertencias de que se está uno fumando, dándole las últimas 'galpás', a las huidizas horas. El peor momento para echarse una novia formal. O contraer nupcias.