HACE 2000 años, los soldados romanos que circulaban por la calzada Malaca-Curdoba, a su paso por las fértiles laderas que rodean Montilla, seguramente que recibieron todo tipo de insultos de las cuadrillas de mujeres que recogían los ajos que, en las proporciones adecuadas, terminarían condimentando el rancho que se le suministraba a los legionarios antes de las batallas por sus cualidades energéticas, antisépticas y vigorizantes.
Muchos siglos después estas bacantes, hartas de trabajar y del yugo masculino, seguían disparando sus dardos envenenados contra cualquier varón que invadieran el perfumado territorio donde ejercían de ménades del ajo. Si te atrevías a cruzarlo en tu bicicleta de carreras te reprochaban que gastaras tu fuerza en ejercicios inútiles, desatendiendo tus obligaciones sexuales y enrareciendo tu contribución a la perpetuación de la especie; escocidos y aletargados por el roce los órganos que hubieras tenido que emplear en ello. Las ménades griegas -bacantes en Roma- eran unas mujeres que, en las fiestas de Baco, se emborrachaban y vagaban por los campos y, según cuentan, saciaban su hambre con la carne cruda de los animales que cazaban. También se dice que, molestas con Orfeo, que no les echaba cuentas tras perder a Eurídice, estando bebidas, lo sacrificaron y se lo comieron. Las chicas de mi pueblo, ribereño del Genil, no llegaron a tanto gracias, desde luego, a que mi hermano Emilio pudo evitarlo. A finales de los 50, pese a las facilidades de que disfrutaba la Iglesia Católica en España para limpiar, fijar y dar esplendor a sus doctrinas -rentabilizando los sacerdotes asesinados en la Guerra Civil-, la jerarquía decidió darle una capa de religiosidad al descreído y descascarillado muro de la fe nacional y habilitó unos land-rovers con altavoces y altaritos portátiles para la misión. El todoterreno había sido tuneado para alcanzar los más irreductibles pedregales de la irreligiosidad.
De su interior salía disparado un redentorista guapo, flecha de santidad, arpón de Cupido, dispuesto a debelar los muros de la tibieza religiosa de los lugareños. Las jóvenes sentían revolotear mariposas de piedad en sus estómagos -calentura lo llamó algún novio celoso-, cuando sermoneaba el preste. Duró la expedición tres días. La tarde del último, un grupo de muchachas cercó la casa parroquial y exigió del párroco que les entregara al predicador para hacerlo suyo. Gracias a que mi hermano se encontraba en la rectoría y a que le ayudó a escapar por las baldas del corral, no se consumó el santo y antiguo sacrificio.
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