ESTE bloguero es muy sensible y no se avergüenza si llora cuando está en la playa y ve pasar un cuerpo adolescente desnudo, húmedo todavía, que ridiculiza sin esfuerzo el peso de la gravedad y desafía las leyes universales que imponen la decadencia y la muerte a todo lo vivo. Y lo mira y, en lugar de sentir, sólo, deseo, admiración o culto por lo perfecto, imagina ese cuerpo como blanco de la aguja de la jeringa o como campo de operaciones quirúrgicas.
También llora ante el cogote recién afeitado de un anciano donde las arrugas llaman a concilio. Y le afecta la verruga que afea el pecho de la mujer madura. Se conmueve, igualmente, ante la desolación de la joven china esclavizada en un Todo a 100, sin saber nada de español, a la que han robado su portátil, y que se esfuerza inútilmente en describir el aspecto del ladrón a la policía.
Como el Cid desterrado, que lloró fuertemente por sus ojos al ver el lamentable estado en que quedaba su mansión, el bloguero llora también cuando vuelve a ver, en una instantánea del fotógrafo Juan Palma, a Martínez, arzobispo de Granada, llegando a su casa, sin palafrenero ni aguacil que se adelanten a facilitarle la entrada -que el subsidio que le paga el Estado no le llega para lujos- interrogando a un chico y a una chica, con perro pero sin flauta, que con enorme naturalidad, sin levantarse del tranco de la puerta del Palacio, miran al más alto funcionario de Dios y del César, en la Plaza de las Pasiegas, sin miedo o esperanza.
Aunque acabe de derramarse en llanto al ver en Canal Sur a una pareja de ancianos campesinos, ajenos a al ridículo, tirándose torpemente los tejos para rellenar la programación, a este hombre sensible aún le queda entereza para llorar con el que recibe un no, con el amante rechazado que no logra obtener, ni siquiera, una disculpa aceptable que le ayude a sobrellevar el desamor, con el que muere sin haber tenido un sólo día de luz o de caricias. Llora por los demás y llora, seguramente, por él. De tierno que es, apaga la televisión ante la cara de pavor de un ministro obligado por una "reportera audaz" a hablar en broma, a utilizar la ironía. Porque estos funcionarios estatales saben muy bien ocultarse detrás del lenguaje solemne y podrido de las mentiras, pero aparecen desnudos cuando se ven obligados a utilizar la ironía, en la que han terminado por refugiarse hoy las pequeñas y temibles certezas. Y, mientras apaga la tele, lagrimea, porque los hombres formales, y el Bloguero de Arrabal cree serlo, lloran cuando alguien se pone en evidencia, sea Agamenón o su porquero.
También llora ante el cogote recién afeitado de un anciano donde las arrugas llaman a concilio. Y le afecta la verruga que afea el pecho de la mujer madura. Se conmueve, igualmente, ante la desolación de la joven china esclavizada en un Todo a 100, sin saber nada de español, a la que han robado su portátil, y que se esfuerza inútilmente en describir el aspecto del ladrón a la policía.
Como el Cid desterrado, que lloró fuertemente por sus ojos al ver el lamentable estado en que quedaba su mansión, el bloguero llora también cuando vuelve a ver, en una instantánea del fotógrafo Juan Palma, a Martínez, arzobispo de Granada, llegando a su casa, sin palafrenero ni aguacil que se adelanten a facilitarle la entrada -que el subsidio que le paga el Estado no le llega para lujos- interrogando a un chico y a una chica, con perro pero sin flauta, que con enorme naturalidad, sin levantarse del tranco de la puerta del Palacio, miran al más alto funcionario de Dios y del César, en la Plaza de las Pasiegas, sin miedo o esperanza.
Aunque acabe de derramarse en llanto al ver en Canal Sur a una pareja de ancianos campesinos, ajenos a al ridículo, tirándose torpemente los tejos para rellenar la programación, a este hombre sensible aún le queda entereza para llorar con el que recibe un no, con el amante rechazado que no logra obtener, ni siquiera, una disculpa aceptable que le ayude a sobrellevar el desamor, con el que muere sin haber tenido un sólo día de luz o de caricias. Llora por los demás y llora, seguramente, por él. De tierno que es, apaga la televisión ante la cara de pavor de un ministro obligado por una "reportera audaz" a hablar en broma, a utilizar la ironía. Porque estos funcionarios estatales saben muy bien ocultarse detrás del lenguaje solemne y podrido de las mentiras, pero aparecen desnudos cuando se ven obligados a utilizar la ironía, en la que han terminado por refugiarse hoy las pequeñas y temibles certezas. Y, mientras apaga la tele, lagrimea, porque los hombres formales, y el Bloguero de Arrabal cree serlo, lloran cuando alguien se pone en evidencia, sea Agamenón o su porquero.
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