En general, no confío ni en hombres ni en mujeres ni en mí mismo, por supuesto, ni en jueces ni en arzobispos ni en mi gallina Carlota que cuando entro en el corral se me humilla y me provoca, por motivos que se me ocultan. Mientras que agrede a las mujeres que se le acercan. Recelo mucho más a EEUU que de Cuba; cuando veo en televisión la serie El ala oeste de la Casa Blanca, me doy cuenta de que el que más poder tiene es el que más daño puede hacer y lo hace. Sospecho que las leyes las han elaborado los poderosos para defender sus intereses y no matarse demasiado entre ellos. Pero se les han colado algunos derechos humanos que me sirven. El patriarcado ha perjudicado a las mujeres, pero más a las pobres. Las ricas han vivido mejor y han heredado las fortunas de sus padres y administrado, si longevas, las de sus esposos. En la novela Criadas y señoras de Kathryn Stockett, las amas blancas explotan a sus sirvientas negras. Ciertas actividades de las mujeres han sido mucho más apacibles y prestigiosas que las de los hombres. Han dado la vida a otros, con peligro de perder la suya, la han mantenido, enriquecieron el lenguaje oral, si no es que lo inventaron en mayor medida que los hombres, para enseñar, para advertir, para transmitir fórmulas de sanación y las recetas del caldo gallego y la tortilla. Su especialización, nacida de la “pequeña diferencia sexual”, que les ha permitido ser madres en exclusiva, hasta que lo consiga el arzobispo de Tarragona, les ha dado un merecido prestigio como género y una onerosa debilidad aprovechada por el hombre cazador y depredador que, cuando tiene instintos asesinos, lo lleva hasta acabar con su compañera como si se tratara de una más de las perdices que abate en una sesión de cacería. Aunque los documentales de las guerras del siglo XX demuestran que la “especialidad del varón” en eso de matar no está libre de riesgos. La exigencia de tener que cazar o matar con frecuencia, también ha alumbrado en el varón unas destrezas protectoras, a veces y destructivas, en ocasiones. Las guerras las han hecho hasta ahora los hombres, pero de las victorias y de las derrotas se han beneficiado, o han salido tremendamente perjudicadas, las mujeres, los ancianos los niños: los débiles. Hay jueces buenos y gallinas pudorosas, aquellos pueden ser perseguidos por sus colegas por celos o envidia pero algunos, criticarán sólo sus egos desmedidos , porque los funcionarios públicos deben cuidarse a diario para asistir, limpios y despiertos, al trabajo, a servir al público con recato y tino, si no quieren terminar en pepitoria.
miércoles, 25 de enero de 2012
No confío en Carlota
En general, no confío ni en hombres ni en mujeres ni en mí mismo, por supuesto, ni en jueces ni en arzobispos ni en mi gallina Carlota que cuando entro en el corral se me humilla y me provoca, por motivos que se me ocultan. Mientras que agrede a las mujeres que se le acercan. Recelo mucho más a EEUU que de Cuba; cuando veo en televisión la serie El ala oeste de la Casa Blanca, me doy cuenta de que el que más poder tiene es el que más daño puede hacer y lo hace. Sospecho que las leyes las han elaborado los poderosos para defender sus intereses y no matarse demasiado entre ellos. Pero se les han colado algunos derechos humanos que me sirven. El patriarcado ha perjudicado a las mujeres, pero más a las pobres. Las ricas han vivido mejor y han heredado las fortunas de sus padres y administrado, si longevas, las de sus esposos. En la novela Criadas y señoras de Kathryn Stockett, las amas blancas explotan a sus sirvientas negras. Ciertas actividades de las mujeres han sido mucho más apacibles y prestigiosas que las de los hombres. Han dado la vida a otros, con peligro de perder la suya, la han mantenido, enriquecieron el lenguaje oral, si no es que lo inventaron en mayor medida que los hombres, para enseñar, para advertir, para transmitir fórmulas de sanación y las recetas del caldo gallego y la tortilla. Su especialización, nacida de la “pequeña diferencia sexual”, que les ha permitido ser madres en exclusiva, hasta que lo consiga el arzobispo de Tarragona, les ha dado un merecido prestigio como género y una onerosa debilidad aprovechada por el hombre cazador y depredador que, cuando tiene instintos asesinos, lo lleva hasta acabar con su compañera como si se tratara de una más de las perdices que abate en una sesión de cacería. Aunque los documentales de las guerras del siglo XX demuestran que la “especialidad del varón” en eso de matar no está libre de riesgos. La exigencia de tener que cazar o matar con frecuencia, también ha alumbrado en el varón unas destrezas protectoras, a veces y destructivas, en ocasiones. Las guerras las han hecho hasta ahora los hombres, pero de las victorias y de las derrotas se han beneficiado, o han salido tremendamente perjudicadas, las mujeres, los ancianos los niños: los débiles. Hay jueces buenos y gallinas pudorosas, aquellos pueden ser perseguidos por sus colegas por celos o envidia pero algunos, criticarán sólo sus egos desmedidos , porque los funcionarios públicos deben cuidarse a diario para asistir, limpios y despiertos, al trabajo, a servir al público con recato y tino, si no quieren terminar en pepitoria.
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