jueves, 28 de diciembre de 2017

La ortografía de un credo

Carmen Laforet
Me suelo apostar con mi hija 10 euros a que no voy a abrir la boca en los actos a los que acudo. Y pierdo. Cuando era profesor de instituto, iba a las reuniones de Coordinación de COU y siempre me empeñaba en enmendarle la plana al profe de universidad que dirigía la reunión. Sobre todo, si el programa que había redactado tenía alguna falta de ortografía. La ortografía era un test implacable. Un acento mal puesto o una 'v' en lugar de una 'b', y le caía parda. A mí me suspendieron el ingreso, en el Padre Suárez, porque cometí más de tres faltas de ortografía. Aunque me gusta ponerme volteriano y achacarlo a que no me supe el Credo. El profe de la Universidad le echaba la culpa a la mecanógrafa y yo insistía en que el error era suyo. Me gustaba parecer más listo que él. Así de simples somos los humanos. Queremos ser más que nadie; si no podemos, nos conformamos con ser iguales y, muy a regañadientes, admitimos ser los últimos de la fila. Tengo la osadía, también, de asistir a tertulias organizadas por mujeres, y no me puedo callar. Mira que mi hija me lo dice: "¡Papá no abras la boca!". Ni caso. La otra noche, en la Casa con Libros de la Zubia, tras la intervención de la escritora argentina Noni Benegas en la sesión Poesía que quise escribir, pedí la palabra para decir que estaba de acuerdo con ella en que las escritoras reciben menos atención y premios que los escritores. Es más, dije que la mejor novela de la posguerra, a mi entender, es Nada (1944) de Carmen Laforet, mucho mejor que La Colmena. Fue entonces cuando comencé a pisar aguas pantanosas. Lo noté por la cara de asombro que pusieron tres chicas jóvenes cuando hablé de que los best sellers más vendidos actualmente estaban escritos por mujeres. El gesto de las tres, fue de asco cuando confesé que había leído el primer volumen de uno de ellos, Las 50 sombras de Grey. Remonté vuelo cuando hablé del libro de Svetlana Aleksiévich, La guerra no tiene rostro de mujer. Aunque no vi al auditorio muy convencido, cuando sostuve que, aparte de las sustanciales diferencias biológicas, la mayor parte de las diferencias entre hombres y mujeres eran una cuestión de especialización y que el libro de la Premio Nobel rusa lo demostraba claramente. Al llegar a casa le di a mi hija los 10 euros de la apuesta. Y le prometí no volver a pecar.

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