Lilith de John Collier
En lo de defender a las mujeres, al ser yo hombre, me gusta mantenerme en un segundo plano, activado pero sin estridencias. Más que nada por no incurrir en el modo “campeón de damas” tan patriarcal y desconsiderado a la larga. Creo que los hombres, en este punto, tendríamos que convertirnos en unos prudentes compañeros de viaje. El compañero de viaje puedes ser muy eficaz y cumplir a la perfección las directrices de las guías, sin necesidad de ser el protagonista de la excursión. Las sufragistas norteamericanas del siglo XIX consideraron que su situación era semejante a la de los negros y que, como ellos, pertenecían a “una raza oprimida”. E hicieron de compañeras de viaje de los movimientos de liberación de los esclavos. A mí me interesa, egoístamente, que las mujeres sean libres. Porque sé que el poder es insaciable y que primero oprime a los más débiles y luego va a por todo lo que le estorba para desactivarlo y amordazarlo. Coincido con el poeta Louis Aragón cuando afirmaba que la mujer es el porvenir del hombre, en el sentido de que sólo agregando sus extraordinarias potencialidades a las de los hombres, la humanidad tendrá algún porvenir. Por eso, cuando un arzobispo, como acaba de hacer el de Toledo, culpabiliza a las propias mujeres de los malos tratos que reciben porque –en su interesada opinión- no asumen el papel que los hombres quieren otorgarles en la vida, como compañero de viaje de la liberación de las mujeres, me sublevo y le planto cara con lo que tengo: la palabra. Aquí lo que se discute es una cuestión de derechos de autor. ¿Quién o quiénes son los autores de la vida? En la Biblia se cuenta cómo Moisés en el Sinaí, cuando se inventa la franquicia del sacerdocio (o sea, la mediación venal entre los hombres y un dios oculto que sólo habla con él), aleja a las mujeres de sus tejemanejes. Y no porque las considere más listas o porque tema que se den cuenta antes que los hombres de la engañifa, sino para negarles su condición de auténticas diosas, verdaderas creadoras y mantenedoras de la vida. Mientras que los sacerdotes invocan al creador, que nunca se presenta y al que siempre sustituyen a la hora de cobrar, cientos de miles de mujeres dan a luz en el mundo todos los días. Crean auténticos seres humanos con sangre y riesgos. Las religiones no controlan a las mujeres sólo por temor a su poder de atracción sexual sobre los hombres, sino porque saben que ellas son lo más parecido sobre la tierra a los dioses que inventan. Por eso las zahieren y las humillan y proporcionan coartadas a los que las golpean y las matan. Y, a mi no me gusta, porque sé que después, de tener fuerza, vendrán a por mí, a por todos, si no nos mostramos sumisos. A la historia me remito.
Muy bien escrito...
ResponderEliminarTienes la necesaria lucidez del compañero de viaje que siempre dice "por si acaso" y que conoce las historias de los que viajaron antes que él.
ResponderEliminarGracias y saludos.