Pas pleurer
AYER por la mañana, estaba pensando en que diría en este artículo sobre el hallazgo de un manojillo de huesos de Cervantes en Madrid, cuando salgo a cortar unas naranjas para hacerme un zumo y me encuentro, tirado en el suelo del porche, un paquete que el cartero había arrojado allí porque no cabía en el buzón. Entré en casa y desayuné. Durante el desayuno seguí dándole vueltas a la cabeza intentando relacionar los huesos cervantinos, hallados en un convento de clausura, con el floreciente negocio de las reliquias de santos en tiempos de Felipe II, rey coetáneo del autor del Quijote. Me alegró mucho enterarme por la radio de que las monjitas van a compaginar su clausura con las visitas turísticas a la tumba del escritor para ganar unos euros. Vi natural que Ana Botella, en la línea de alcaldes taquilleros, vendedores de entradas para los monumentos de sus ciudades, considerara importante para la Historia de España el hallazgo de los despojos de don Miguel. Ya había decidido meter en el ajo a los poetas Gloria Fuertes y Ángel González que hablan una, de lo expuesto que es estar muerto y el otro, de los desagradables que son los muertos porque se quedan quietos en los lugares más inconvenientes y se pasan cientos de años sin dar señales de muerte, cuando me pongo a abrir el sobre, que estaba mojado por la lluvia de la noche del martes al miércoles y del que había desaparecido mi dirección y la del remitente, y me encuentro dentro un libro. Mi amigo Alain Rausch me regalaba la novela Pas pleurer -traducción libre: "Vamos de una puñetera vez a dejarnos de llantos"-, premio Goncourt 2014, publicada por la editorial Seuil y escrita por Lydie Salvayre. El País me informa de que Salvayre en realidad se llama Arjona y que es hija de exiliados españoles. En la novela cuenta la historia de su madre a la que la derrota republicana cogió con 15 años. La obra está escrita en frañol, un híbrido de francés y español que es lo que hablaba la madre de la novelista. Como me había estancado con el artículo sobre Cervantes y había empezado a hablar de tonterías sobre el mal uso de las reliquias del pasado, de Monago, del torneo de pádel que ha organizado en el anfiteatro romano de Mérida y de que a mí se me había ocurrido sustituir mi orinal de porcelana por la copa en la que Ganimedes servía el licor a Zeus, dejé el ordenador y abrí el libro y me encontré en la primera página, no con los huesos del prócer, sino con esta frase de don Miguel: "De qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón de mantequillas?". Me emocioné al comprobar que lo huesos de los hombres se derriten como mantequillas con el paso del tiempo, pero que mi amistad con Alain perdura y que la palabra bien templada pervive por los siglos de los siglos. Amén.jueves, 19 de marzo de 2015
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Excelente !
ResponderEliminarSaludos
Quea Sisea: traducción libre y posmoderna del hermoso latín que permanece en los huesos del manco aunque nunca lleguen a saberlo sus morbosos visitantes y quienes explotan tales reliquias.
ResponderEliminarGracias y saludos.
Ya no sabe uno ni a qué decir 'amem', queridos amigos, Independiente Trashumante y Mark de Zabaleta. Gracias por vuestra atención Saludos.
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