miércoles, 21 de diciembre de 2011

El bueno de Caín

LEYENDO Caín, la novela de José Saramago, dan ganas de enmendarle la plana al escritor, como él se la enmienda al Dios de la Biblia, cuando convierte a Caín, personaje de conocido historial delictivo, en héroe. En el episodio Abraham, Saramago demuestra poca ambición y se contenta con que sea Caín, y no el ángel del Señor, que llega tarde y despistado al escenario del crimen, el que salve al hijo del Patriarca Isaac del degüello y de las llamas. Más corrosivo le hubiera quedado al novelista que Caín apareciese en la obra denunciando la operación de propaganda que la casta sacerdotal trataba de montar con esta historia, concebida para desactivar las protestas de un pueblo harto de pagar diezmos y de entregarles ofrendas a fondo perdido para los sacrificios. "¿Protestó Abraham, el primer sacerdote, cuando Yahvé le exigió la inmolación de su propio hijo?", argumentarían los sacerdotes. Bastaría con que Caín los acusase de guardarse en la manga la carta del indulto de Isaac para borrarlos dialécticamente de la Historia Sagrada. Caín no tendría ni que mencionar lo poco que les importó a los que idearon esta leyenda que la imagen de Dios quedara en ella contaminada de un escrúpulo de crueldad gratuita. Con Abraham y Moisés, el formato del mediador que come del silencio de Dios, queda casi listo. 

A falta, sólo, de la performance del Calvario en la que el mismo Dios -bromista macabro en el caso Isaac-, incomprensiblemente, se muestra incapaz de salvar a su hijo de la muerte. Desde ese momento, los mediadores vienen administrando en su provecho el sentimiento de culpa de una humanidad pecadora que crucifica, no se sabe muy bien por qué y para qué, al Hijo de Dios sin que éste haga nada para evitarlo. Desde luego, la leyenda de Abraham es mucho más imaginativa y -a la historia me remito- mucho más productiva, que los pobres artilugios que los inanes políticos de la enclenque democracia española inventan para convencer a la gente de lo necesarios que son y de cómo van a solucionar todos los problemas que ellos mismos generan. No veo a los dos grandes partidos proponiendo una nueva ley electoral que supondría su inmolación en el altar de una democracia más representativa y justa ni observando y asimilando muchas de las sensatísimas propuestas de regeneración social del 15M. Agónicos como están, lo único que se les ocurre a estos monaguillos del poder, es enarbolar, alternativamente, la palabra mágica: "cambio". Si repasan la Biblia seguro que encuentran un término menos desacreditado y repulsivo. Porque últimamente los cambios vienen siendo a peor.

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